miércoles, 16 de diciembre de 2009

La caracola de Zion



"Emancipate your selves from mental slavery, 
none but yourselves can free our minds"
Bob Marley (Redemption song)



Menelik descansa sentado en un tronco carcomido por el vaivén de las olas. Durante eras geológicas el mar ha tragado y escupido el mismo tronco que, a fuerza de experiencia, se ha convertido en un excelente marinero. Buena madera - piensa el negro, mientras aventura su mente hacia los recuerdos de Zion, tierra que no conoce y si acaso habrá oído mencionar, pero a la que desea regresar, si es que eso le está permitido a ser alguno.
Morfeo le ha soplado el recuerdo de sus vidas pasadas en sueños. Él carga con el sufrimiento sibilino de sus ancestros, el dolor de los clanes desmembrados por hombres avaros, armados con cañones que escupían fuego. Los hombres, mujeres y niños antílopes fueron robados y traídos en naves que volaban sobre las olas desde la lejana África, y se les negó volver. Durante las noches frías Menelik se recuesta en el rechinante catre y advierte en un rincón de la noche el tintineo de cadenas y grillos que pausa el movimiento de los hombres amarrados, los cantos tristes de los esclavos y el llanto de niños separados de sus madres.

Se sienta a diario en esta playa casi desierta, penetrada por el infatigable mar que se traga las penas y amarguras de los hombres para arrojar luego tesoros como si se tratara de una caja mágica. Justo antes del atardecer el mar rugió y de sus entrañas salió una hermosa caracola que llegó arrastrada por una ola moribunda hasta los pies de Menelik. Él la tomó en sus manos, examinándola, la colocó luego cerca de su oreja para escuchar el chismorreo líquido de la enorme concha. Construye un barco - oyó decir a la caracola. El semblante de Menelik se transformó en un signo de incredulidad. Volvió a colocar la caracola en su oído y quedóse quieto, para escuchar más atento: - construye un barco - dijo de nuevo la caracola. La orden había sido clara, como el agua que baña esta playa.
Tomó la caracola, se puso de pie y comenzó su andar, buscando la cabaña que estaba cerca del pueblo. De camino le embriagó el aroma del rice and beans que se cocina en grandes ollas tiznadas en La Violeta Africana, un restaurante de comida exquisita, con precios que tan sólo los turistas pueden pagar. El canto de las oropéndolas y viudas se mezcla con las tonadas de calypso y reggae en el pueblo, colmando el espacio, mientras el cielo crepuscular se va tiñendo con pinceladas de naranja fuego y rojos violáceos, Sol busca su cama y Luna el escenario del cielo, el juego infinito de los astros hermanos. Pasó a la soda Etiopía Libre y pidió un jugo de remolacha, zanahoria y jengibre para reanimar su paso, cansado de andar sin tregua durante diez horas al día por los trillos crueles y pantanosos de la finca bananera Manú, donde labora como peón cortando infinitos racimos de banano entre nubes de zancudos y manantiales de veneno.
Menelik siguió por el camino polvoriento bajo la luz tenue del sol que se extingue y la vacilante iluminación eléctrica que consta de unos cuantos faroles prontos a caer víctimas de la gravedad y el abandono. Carga en su mano la gran caracola, le inquieta que la concha le susurre secretos, siente cosquillear hormigas invisibles en sus manos. Se le ocurre mostrar la caracola a Ursa, su amiga, quien es además la curandera del pueblo. La mayoría de gente del pueblo le teme pues la consideran bruja, practicante de magia oscura y del mal de ojo, sin embargo muchas personas acuden a la vieja choza alzada en pilotes a consultar a Ursa, la sabia Osa Negra. Piden los servicios de lectura de cartas, la revelación del destino y la fortuna que ella encuentra en el interior de un coco. Aunque ella jamás ha hecho daño a nadie, todos la consideran bruja y pocos se dejan ver en la calle con ella, excepto Menelik, quien se siente muy cansado y decide que la visita a su amiga quedará para mañana. Llegó a su casa y pronto se quedó dormido en la hamaca que cuelga de las vigas de su cabaña.

Al día siguiente Menelik despertó con el sonido alocado de los pájaros, ese milenario despertador que sin embargo no se rige por nuestro tiempo. La mañana saca un pie del letargo, y el cielo transforma sus oscuras vestiduras, la primera luz del día. Rajó una pipa con el machete y bebió el agua fresca de su interior, asomó su cabeza fuera de la ventana para respirar el aire cargado con el aroma del sereno que nunca duerme y los sueños de los niños que flotan todavía en la ambigua atmósfera de la madrugada.
Caminó como de costumbre a la finca bananera, se metió por los trillos guardados por monótonos vástagos ataviados con los capullos azules que encierran el fruto de está tierra, toneladas y más toneladas de bananos, listos para ser cortados y enviados en gigantescos barcos a Europa. La mañana empieza a salir del letargo, los peones de la finca cortan con sus machetes los racimos de bananos que ya están listos para ser procesados y empacados, los cuelgan de un gancho que los llevará pendiendo del cable sin fin hasta la empacadora. Todo el día Menelik corta bananos y no deja de pensar en la caracola chismosa que le ordenó construir un barco. Piensa y su imaginación navega en un barco que visita antiguos prados desiertos donde un niño baila escondido tras la máscara de un elefante con la niña disfrazada con la máscara de un antílope, despreocupados los dos del mundo que existe fuera de su paraíso. Sueña despierto con ser parte de una tribu de guerreros que se disponen a liberar África, todos los guerreros cabalgan poderosos leones y llevan sus cuerpos pintados como una cebra, cargando escudos y lanzas de madera, atravesando el Congo, Ruanda y Etiopía, creando el espacio para la fundación de Zion, la tierra santa donde volverán aquellos que fueron una vez robados. Por estar soñando Menelik no notó que en el último racimo cortado venía enrollada una oropel, que viendo su tranquilidad interrumpida estaba furiosa y dispuesta a clavar sus colmillos. Menelik salió del trance por el grito histérico de su compañero, El cholo, joven de facciones aindiadas, nuevo en la finca y popular entre los peones por el horror que siente hacia los alacranes, serpientes, tarántulas y demás alimañas ponzoñosas que gustan de vivir entre los bananos, animalejos inmunes a los pesticidas. Menelik puso el racimo de fruta en el suelo y con su machete apartó a la hermosa serpiente amarilla que se fue campante perdiéndose entre las hojas. ¿Por qué no la mataste? - cuestionó El cholo -. No era necesario, no hay que convertir la vida en un cementerio.

En la noche Menelik fue a la choza de Ursa, que quedaba alejada del pueblo, cerca del río Gran Armadillo que a pocos metros forma un estero tranquilo en donde se encuentran cientos de peces. Menelik llama a Ursa, se oye un rumor de pasos en la humilde choza y la puerta se abre, dejando ver la figura de la mística negra. Pasa pasa, no te quedes ahí parado como muerto – dice Ursa – haciendo un ademán de invitación. Menelik pasa y toma asiento en una mecedora de cedro, jugando con la caracola entre sus manos.
– Te he traído esto para que lo veas, el mar me lo ha regalado hace dos noches y me ha susurrado una sentencia.
– Déjame verla.
Ursa examinó la caracola y la pone en su oído, pero la caracola no dice nada.
– ¿Se habrá quedado muda?
– El día que la encontré en el mar me dijo que construyera un barco.
– ¿Y por qué no lo haces?
– Te digo que no sé por qué habría de hacer caso a una vieja caracola que se antojó de hablar.
– Pues según la experiencia que tengo yo haría caso a la caracola, el sólo hecho que hable sería motivo suficiente.
Menelik se quedó pensativo, su mente vagaba de nuevo por prados de altos pastos en los que el niño elefante juega con la niña antílope, soñando, ya lo decía aquel sabio: bienaventurados aquellos para quienes la vida es un sueño...
– Sí, tienes razón

Menelik recorría las playas del pueblo buscando troncos que el mar hubiese tirado. Dejó abandonado el trabajo de peón en la finca para dedicarse de lleno a la construcción del barco. Pidió una carreta prestada al viejo Salomón, un negro de cabello blanco y barba ensortijada, para facilitar la tarea de acarrear la madera, pesada más que de costumbre por la humedad. En pocos días hubo apilado muchos troncos y tablones marinos. Ahora necesitaba un plano, y también herramienta. Ese día se desveló la noche entera creando el plano de su arca, la herramienta se la pediría prestada a Salomón, aquel viejo era bondadoso y no diría que no. ¿Y los clavos? Bueno, ese era otro cuento. Por el momento se dispuso a dibujar el plano. Nunca había sido buen dibujante, mucho menos un artesano talentoso, mas cuando cantó el primer gallo Menelik dibujó el último trazo, el escudo del barco: un león cabalgado por un guerrero cebra con escudo y arco de madera. Estaba satisfecho, ahora había que pasar del papel a la obra.

El constructor fue donde Salomón y pidió herramientas, serrucho, martillo, cinta para medir y todo lo necesario para construir su barco, su buena memoria no le impidió olvidar los clavos y su vergüenza no fue tal que no le permitiera pedírselos también al viejo, quien regresó luego de una breve fuga a su bodega con todos los artículos necesarios, alcanzándolos a Menelik con una sonrisa y sin preguntar siquiera para que quería toda aquella herramienta.
Menelik comenzó la difícil tarea de construir su barco. Trabajaba desde muy temprano hasta muy entrada la noche, armando, clavando, serruchando, ingeniando. Tomaba pocos y cortos recesos, bebía agua de pipa y comía mangos, sandía y papaya que Ursa le llevaba en tazas hechas por ella misma con la cáscara de cocos. De cuando en cuando le llevaba un cuenco con fresco de remolacha, zanahoria y jengibre, que tanto gustaba a Menelik. En pocas semanas el barco comenzó a tomar forma, el casco estaba reforzado para evitar que pudiese zozobrar con las mareas fuertes del Caribe, había empleado la madera más fuerte para el casco y la proa, y la más flexible para la cubierta; en el puesto de mando colocó un timón de caobilla que había lijado y pulido para que fuese agradable al tacto.
La gente del pueblo pasaba y veía curiosa al hombre que trabajaba todos los días construyendo el extraño barco. Aquellas aguas eran traicioneras y las pangas eran volcadas constantemente por el oleaje, por lo que casi nadie se atrevía a aventurarse más allá de la barrera de coral. ¿Para qué podría querer Menelik un barco? ¿Se habrá vuelto loco? ¡Vago!

El barco estuvo finalizado y Menelik invitó a Ursa y Salomón para ver su obra acabada. Ellos estaban maravillados, en uno de los costados Menelik pintó la imagen de sus sueños: el guerrero que cabalga el león, hechos un solo cuerpo. En ese instante corrió una duda por su cabeza – ¿para qué había construido el barco? –. Él no era un marinero.
Se sintió apesadumbrado, las últimas semanas se había dedicado a construir un barco y no sabía con qué fin lo había hecho. La palabra Zion cruzaba por su cabeza como un llamado que no era para él, como una carta recibida por error, un pensamiento agarrado en el aire por pura equivocación. Recordó la caracola, creía que allí debía estar la respuesta. Fue a su casa, la tomó entre sus manos y escuchó – reúne muchas semillas y buena tierra, llena el barco con ella y siembra, prepara tu partida –. Aquellas ordenes fueron aún más enigmáticas que las primeras, mas obedeció sin cuestionar. Pidió unos sacos de cabuya a Salomón y de nuevo solicitó la carreta, a lo que el viejo accedió. Menelik contó a Ursa acerca lo que la caracola había ordenado y pidió su ayuda. A la mañana siguiente el constructor y la curandera se adentraron en la selva asfixiante y húmeda, recolectaron semillas de mango, jocote, caimito, cocotero, almendro, cedro y caobilla. También consiguieron semillas de papa, yuca, chile y culantro, las iban separando en pequeñas bolsas de tela que Ursa había cosido a mano. Luego llenaron los sacos con tierra y los subieron a la carreta. Varios días estuvieron ocupados en aquellos menesteres, yendo y viniendo de la selva a la playa y de la playa a la selva, dejando sacos y más sacos de rica y aromática tierra, llenando más y más bolsas con semillas de todo tipo. Llenaron el barco con la buena tierra y sembraron muchas de las semillas recolectadas, conservando otras. La gente del pueblo ya ni tomaba importancia a nuestros dos personajes, pues les consideraban completamente deschavetados. Deseaban ver el momento en que Menelik se hiciera a la mar con aquella quimera que llamaba barco, en su fracaso gozarían cruelmente.

Cuando terminaron la tarea, Menelik y Ursa celebraron con un jugo de remolachas, zanahoria y jengibre. Ursa se retiró a su casa a dormir, prometiendo verle pronto. Menelik se sintió atraído a la caracola, la escuchó de nuevo – reúne a tus amigos del alma y échate a la mar, el cielo te bendecirá con abundante lluvia, no te hará falta nada, conocerás por fin Zion – .
No durmió en toda la noche preso de la fantasía de la última orden de la caracola. No podía esperar a contarle a Ursa e invitarla a su viaje. La noche se hizo eterna, estirada por los sueños de Menelik. Por fin se quedó dormido, pero no por mucho tiempo ya que le despertó el sonido de alguien que llamaba a su puerta. Se levantó del catre y se dirigió a la puerta, creyendo que Ursa venía a buscarle, mas al abrir descubrió al viejo Salomón que cargaba en su mano una caracola casi idéntica a la suya. – ¿Cuándo partimos? – preguntó el viejo de cabello blanco y barba ensortijada. Menelik abrazó al viejo – muy pronto hermano – respondió.

No fue difícil sacar el barco de la playa a las aguas. En la playa se había congregado una pequeña multitud de espectadores que aguardaban el presumible percance de aquella empresa de chiflados. Habían traído pocas cosas, Ursa traía sus cuencos de cáscara de coco, Salomón una armónica que soplaba con cierta nostalgia y su caracola, lo mismo que Menelik. Luego de superar el oleaje, se adentraron en aguas más calmas y pronto se hubieron alejado de la playa, donde la gente del pueblo veía decepcionada como el barco se perdía en la línea donde parece acabar el mar. El barco comenzaba a convertirse en una parcela flotante, los retoños de las muchas plantas y árboles empezaban a asomarse a la superficie. No hubieron navegado mucho cuando el cielo se rajo en un torrencial aguacero. Los tres amigos buscaron resguardo en la cabina que Menelik había construido con ese propósito y se quedaron dormidos.
Las plantas comenzaron a florecer a una rapidez excepcional, cubriendo todo el barco para bajar luego al mar, enredando sus raíces como manos que se enlazan, creando un suelo flotante, un barco-isla que se tornaba cada día más grande. Ursa recolectaba frutas cantando canciones sobre la muerte de Babylon y la reunión de los espíritus justos en la tierra prometida. Las caracolas no se callaban, seguían dando sus órdenes de cuando en cuando, indicando a Menelik y a Salomón atracar en distintas costas, para atender el llamado de otras caracolas. Anduvieron así por varias costas, cada vez que se acercaban a la playa algunos personajes salían al encuentro de la isla, llevando en su mano una caracola y un saco con tierra al hombro, destinado a ser su suelo. Siguieron navegando, más bien, vagando por el mar, las plantas crecían y no hacía falta comida para nadie, la isla era un oasis para las aves migratorias que bajaban a descansar luego de largas jornadas de vuelo transoceánico.

Un día aconteció que llegaron a una isla muy verde. Menelik se tiró al mar de aguas tibias y cristalinas nadando hasta la orilla. No había nadie esperando con una caracola en la mano. Él se adentró un poco entre la foresta, siguiendo las ordenes de su corazón, el bosque se abría a una gran pradera. Sintió el deseo de caminar más, de sentir la caricia de los altos pastos en su piel. Divisó a lo lejos un singular árbol, dos niños jugaban bajo la sombra del gigante, creyó que era un espejismo producto del intenso calor y el cansancio. Pero no era un espejismo, debajo de un gran árbol baobab jugaba el niño elefante con la niña antílope, los mismos que había visto tantas veces en sus sueños. Cuando los niños advirtieron su presencia corrieron a su encuentro, le abrazaron en medio de gran algarabía. Menelik se quedó mudo, el niño elefante miró a la niña antílope y los dos hablaron al mismo tiempo - siempre supimos que vendrías, la caracola nos lo dijo -.
Menelik no hizo pregunta alguna, las palabras seguían atropellándose unas a otras en su garganta, sin decidirse a salir, tomó a los niños de las manos y salieron del prado para buscar la playa y abordar la isla.
 

En la noche los niños comieron una rica sopa de vegetales, coco y chile aromático que Ursa había preparado para celebrar su llegada y Menelik veía el cielo, viviendo su sueño. Volvió a ver a Salomón y preguntó - ¿cuándo llegaremos a Zion? - El sabio viejo respondió - Zion nunca fue un destino, Zion es el camino, el camino que nos ha dictado la caracola -.Menelik alumbró la noche con un destello de su sonrisa y se recostó en el suelo para seguir admirando las estrellas, preso de los sueños que regían su alma. 

Cuento infantil inédito. Créditos: Fabio Zoroa. 


viernes, 11 de diciembre de 2009

Walle y la basurología

Hace no me acuerdo cuando, en la tv.

Basurólogos profesionales armados con perforadoras para sacar muestras de los basureros de US (similares a las utilizadas para obtener muestras de suelos, glaciares, etc.), hallaron un periódico sepultado a 1 Km. de profundidad fechado 2 de enero de 1920.
Tal exposición se me antojó inocente al principio, pero luego entendí: el papel (incluyendo el utilizado para el tiraje de períodicos) tarda 1 año en descomponerse (¿verdad inamovible?). ¿Cómo es entonces que después de casi 100 años el períodico no se biodegradó?. Por la falta de oxígeno. Parece ser que los desperdicios que producimos, de todo tipo, todo lo que es tratado como desperdicio aunque no lo sea, y sobre lo que tenemos "conocimiento científico", no están degradándose como deberíaran hacerlo, debido a que en los botaderos lo único que se hace es apilar basura sobre basura, como Walle. Además de no reciclar, no se da un tratamiento adecuado a la basura.
Este vestigio arqueológico confirma el carácter transitorio del conocimiento científico, sus propiedades mistificadoras-de-todo-lo-que-tocan. Se afirma así de nuevo, que la ciencia, lejos de ser un saber, es más bien un creer (Wittgenstein) para los outsiders, para los no iniciados; los iniciados, esos son quienes ponen la música, los que pagan la fiesta, ejerciendo el monopolio del conocimiento legítimo, lo demás, eso es mierdilla. La ciencia acaba por convertirse en un dios para el lego, cuando por fin parecía que bajaba la natalidad de los cielos.

A todo esto:
¿Dónde irá a dar la basura cuando ya no quede más espacio?

jueves, 10 de diciembre de 2009

Basureando

De cómo la basura se transforma en art decó (y viceversa)






 

Ambos artefactos están hechos con materiales reutilizados casi en un 100%.   



Trashart by El viejo del saco